Porque un libro puede ser leído, en principio, de dos maneras: como verdad o como experiencia. Cuando leemos como verdad, pasivamente aceptamos sus afirmaciones como dogmas, quedamos colocados en una situación jerárquica donde “el saber” nos es extraño, y a la deriva de las “buenas” explicaciones o descripciones del autor, para que podamos comprender aquella verdad. En cambio, si leemos un libro como experiencia, cuestionamos y modificamos la relación que establecemos con la verdad. Nos entregamos al vaivén de la lectura, entramos en diálogo y construimos, entre nosotros y el libro, un nuevo lenguaje, que nos dice o nos nombra.
La experiencia de la lectura es, a la vez, una experiencia de pensamiento. Una experiencia de la cual se salga otro, transformado, ya no el mismo, sino diferente.
Una experiencia en donde no importa tanto el contenido de aquello que se lee, sino la relación que establecemos con aquello que dice, lo que nos provoca a pensar lo impensado, a arriesgar un pensamiento imprevisto, aquello que interpela a pensar nuevamente lo que hasta un momento se tiene por cierto.