Descontar las noches hasta cuando nos dimos a nacer juntos. Deshacer todavía más aquello que cada uno fija como propio, hasta encontrarnos en ese cruce en el que ya no somos uno ni otro, sino entrenosotros. No olvidar el olor de la mandarina que trajo a los niños, y después no dejar ir la imagen de ellos solos hincados dibujando y desdibujando rostros en la arena.
Crear nuestros laberintos con palabras propias, pero también encontrar los silencios propios que nos nombren. Y miradas que nos digan. Animarnos a dar saltos, arrojarnos, abismarnos, en las profundidades que constituyen ese afuera plegado, esa cavidad hueca a la que los padres suelen ponerle nombre. Entonces, seguir aprendiendo de lo que no somos, para llegar a ser los que somos.