HYPOMNEMATA

Los hypomnemata eran cuadernos de escritura: en ellos se encontraban citas, fragmentos de escrituras o pensamientos del propio espíritu. Constituían una memoria material de las cosas leídas, oídas, pensadas, y se atesoraban en esas páginas desordenadas, heterogéneas. Se trataba de un ejercicio en el pensamiento que no tenía como fin el decir lo indecible, sino captar lo ya dicho, de reunir lo leído. Eran escrituras sobre lecturas, y el fin de las mismas, la constitución de sí mismo. Era una escritura que posibilitaba la transformación de la verdad que nos damos a nosotros mismos. Una escritura que constituía con las propias palabras y las de otros un "cuerpo", como el propio cuerpo de quien, al transcribir sus lecturas, se las apropia y hace suya su verdad.







domingo, 6 de abril de 2008

Filosofía de la incertidumbre (abreviado)

Silvana Vignale
¿Qué dicen mis palabras de mí a partir de sus palabras?


Podemos escribir y podemos leer de modos diferentes. Nuestro vínculo con la escritura y la lectura nos invitan a distintos modos de relacionarnos con los textos. Foucault problematiza esta relación con la escritura, y dice que puede escribirse un libro como verdad o como experiencia[1]. Un libro como verdad es escrito cuando se cree poseer una verdad que puede ser transmitida, cuando se piensa desde los fundamentos últimos de la filosofía, que instituyen la preexistencia de una verdad fuera del tiempo y la historia, un más allá de toda palabra y de todo cuerpo, una condición para un pensar que se debate entre la “moral de la culpa” y el “pensamiento correcto”.
Un libro como experiencia, es aquel, que, en cambio, se escribe a partir de lo que se está por decir, sobre aquello que nos llama a pensarlo, la escritura comienza cuando hay algo que no es nuestro, que no poseemos. Una escritura como experiencia no tiene caminos certeros, no se sabe en su destino. Entonces, en esta relación con la escritura estamos involucrados por completo. Saldremos otros, transformados. No se tratará de afirmar una verdad, sino de modificar, poner en cuestión, problematizar, la relación que mantenemos con ella. Se trata de un aprender a desaprender una relación con el saber totalizante que nos es impuesto como meta a alcanzar, un deseo exterior, puesto fuera para ser satisfecho. La escritura como experiencia implica otro deseo de saber, no una posesión, sino un encuentro, no un desear lo que no se tiene o lo prohibido, sino un acontecimiento. El lenguaje como experiencia es entonces el de la palabra como acontecimiento del pensar, como la novedad que surge de la diferencia.
En Nietzsche podemos encontrar esta última relación con la escritura, pero además de hacer de la escritura una experiencia, es alguien con quien podemos relacionarnos íntimamente, si hay entre él y nosotros una afinidad, algo que nos convoca, un encuentro en el pensar, un asentir a una actitud filosófica singular. Es que Nietzsche no escribe libros. No encontramos en su escritura la linealidad del libro: aquello que comienza y tiene fin, aquello que se construye como sistema, aquello que va de lo particular a lo universal. Más bien hay en su pensamiento el encuentro de multiplicidades, una singularidad por decirse, una transgresión al lenguaje instituido para fundarse en otra relación con la palabra, que le permite ser instituyente, crear nuevos órdenes, multiplicar las miradas, hacer sonar las palabras de otro modo. No usa conceptos que cierran el sentido, sino más bien imágenes que abren a la pluralidad, que nos hacen relacionar con el cuerpo de la palabra, con el cuerpo entero, con los ojos que ven con muchos ojos –cuando el mirar es siempre mirar abismos- y los oídos que no pueden oír más que lo que su experiencia les regala; con la boca, ese lugar pronto a la comida y la palabra, al igual que el estómago.
El pensamiento de Nietzsche es como un mapa. Y leer Nietzsche es una invitación a entrar en un territorio de muchos caminos, pues un mapa es susceptible de entrar por cualquier lado, y cualquier camino nos lleva a cualquier otro. No hay linealidad. Deleuze diría que es un pensamiento rizomático. Para leer a Nietzsche no hace falta comenzar por una de sus obras, ni siquiera por el principio de algún libro. No hay principio en la filosofía, tampoco en su escritura.
Leer Nietzsche es entonces una invitación a transitar los caminos de la singularidad y del acontecimiento, una invitación a abismarse en un pensamiento que nos interpela en quienes vamos siendo, una provocación a pensarnos otra vez, a partir de su ironía. Nos invita a una profundidad donde nos tocamos con nuestra sombra, a la intensidad del instante que nos interpela a pensarnos en un tiempo diferente, desde los sentidos que nos vamos dando en nuestro decirnos. Siempre en una cuerda tensa, como la del arco y la lira, en la cual no se busca y se encuentra, se escribe, pero en realidad se lee, se entrega a la pasión –la fuerza del fuego, pero también el padecer de la entrega a lo que viene- al tiempo que se vuelve acción, cuando toma la palabra para crearse a sí mismo. La imagen de Escher puede ayudarnos a pensarlo: se trata de la mano del dibujante que se dibuja a sí misma. Pero esa mano que toma el lápiz no es meramente la propia mano, sino la mano que responde a un juego de fuerzas, a los dados arrojados que afirman un destino, a un robo de máscaras.
Su palabra hiere, su palabra cura. La vida viene besada por el dolor para dar lugar a ser el que se es. La proximidad de su pensamiento es la lejanía con nosotros mismos.
Lo característico del pensamiento nietzscheano es el método del paseante, como metáfora de la forma misma de la experiencia, pues va hacia una experiencia de lo real, hacia una actitud filosófica como tránsito. Es la experiencia del cuerpo, de la palabra y el pensamiento como habitar el pasar de lo que pasa, como salir al encuentro de aquello que sólo cuando se encuentra se sabe que se estaba buscando. Es el ir de un alma a otra, un pasaje, un estar parado en lo que cambia, una mutación en el paisaje. Se trata de poner en valor la fugacidad, la dignidad de lo singular, lo fugitivo, lo transitorio, lo efímero, lo contingente. Es siempre un niño quien pasea.[2]
En el pasar que se sabe de paso, no hay una afirmación que delimite un mundo, sino la puerta a la multiplicidad de mundos, de cada uno de los posibles mundos que habitamos. Se trata de hacer posible lo real. El paseo es la proximidad que mantenemos con las cosas en su distancia, la posibilidad de ir diciéndolas y paladeándolas.
La transfugacidad del pensamiento de Nietzsche nos provoca un ser en el caminar, un no caminar hacia horizontes, sino mordernos los pies en cada paso, nos extranjerizamos en su lectura, nos invita a ser otros en tierras desconocidas, a afincar en nuevas hondonadas, a lanzarnos al vacío como águilas en su planeo al infinito. A hospedarnos en las palabras del otro que somos, a hablar una lengua nueva, a hablar como niños que aprenden, cada vez, a hablar.
¿Cuántas almas nos habitan, cuántos soles nos queman, cuántas palabras para afirmarnos a nosotros mismos, para querer lo que somos? ¿Quién es aquí la que hace preguntas?


[1] Por ejemplo, pueden verla en una entrevista con D. Tromabadori. “Entretien avec Michel Foucault”. In: Dits et Écrits. Paris: Gallimard, 1994/1978, p. 41-95.

[2] MOREY, Miguel. Kantspromenade, invitación a la lectura de Walter Benjamin. Barcelona, La Central, 2004.

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