HYPOMNEMATA

Los hypomnemata eran cuadernos de escritura: en ellos se encontraban citas, fragmentos de escrituras o pensamientos del propio espíritu. Constituían una memoria material de las cosas leídas, oídas, pensadas, y se atesoraban en esas páginas desordenadas, heterogéneas. Se trataba de un ejercicio en el pensamiento que no tenía como fin el decir lo indecible, sino captar lo ya dicho, de reunir lo leído. Eran escrituras sobre lecturas, y el fin de las mismas, la constitución de sí mismo. Era una escritura que posibilitaba la transformación de la verdad que nos damos a nosotros mismos. Una escritura que constituía con las propias palabras y las de otros un "cuerpo", como el propio cuerpo de quien, al transcribir sus lecturas, se las apropia y hace suya su verdad.







domingo, 27 de abril de 2008

Filosofía y amistad. Situarnos en la experiencia


En la cotidianeidad de nuestra vida, la experiencia es algo que desaparece, dando lugar a un cúmulo de acontecimientos dispersos, poco más o menos entretenidos, que no logran modificarnos enteramente. Tener una experiencia precisa apertura y no cierres o límites, fluidez y no vorágine, la posibilidad de lo nuevo, no la repetición.
La expropiación de la experiencia, según el filósofo italiano Giorgio Agamben, ya se encontraba en el proyecto de la ciencia moderna. Así, la experiencia que se encuentra espontáneamente se le llama “caso”, y aquella buscada, “experimento”. El punto es que un experimento difiere bastante de una experiencia, ya que esta última no puede preverse, no es susceptible de repetición, como sí lo es el experimento, cuyo fin es encontrar una regla general. Por el contrario, la experiencia es única, singular, y el solo intento de repetirla acabaría con su singularidad. La experiencia, entonces, como aquello que acontece sin más, se sitúa casi en los límites del lenguaje, allí donde todavía no podemos hablar, se trata de una in-fancia del pensamiento, en el sentido más literal de la palabra (la infancia etimológicamente se refiere al hecho de aún no hablar, no poseer lenguaje).
La fuerza del pensamiento se pone en movimiento a partir de la novedad que la experiencia le aporta. Recién entonces nos convertimos en un sujeto de lenguaje. Claro que no ocurre esto cuando nuestro hablar es un mero repetir, sin habernos apropiado de las palabras que hacemos nacer.
Así como la experiencia se ha extranjerizado de nuestra cotidianidad, del mismo modo lo ha hecho de diversas disciplinas, y el conocimiento parece más ligado a la repetición de lo mismo que a dar lugar a la diferencia.
Para pensar un vínculo entre experiencia y filosofía, sugerimos hacerlo desde la idea de amistad.

Cuando hablamos de amistad, de algún modo hablamos de nuestra posibilidad de elegir a quienes queremos en nuestra cercanía, a quienes reclamamos la presencia o la adyacencia de nuestra propia vida. Es una posibilidad única, si pensamos en la contingencia de las relaciones personales, la familia, los padres, los hermanos, los compañeros de trabajo. En cualquier caso, las relaciones nos marcan y nos transforman. ¿Hasta que punto seríamos estos, quienes somos, si no fuera por quienes nos rodearon y rodean? ¿Cómo podríamos afirmar que siempre hemos sido los mismos (o que siempre hemos sido iguales), y no hemos sido modificados, revolucionados en el codo a codo con otro, o con otros?
Elegir a otro, ir en busca de la alteridad, implica buscar la diferencia. Una diferencia respecto de nosotros. ¿Y para qué quisiéramos buscar una diferencia? En la diferencia, en el otro que es distinto de mí, encuentro la posibilidad de lo nuevo, de lo que desconozco, de aquello que viene a mí interpelándome. Se trata de situarse en la novedad que aporta la experiencia, en la posibilidad de un encuentro en el más profundo de los sentidos: dos miradas que se reconocen; y esto necesita de una actitud, una disposición, un ethos.
Nietzsche, en su libro Así habló Zaratustra, pone de relieve esta diferencia que el amigo es respecto del sí mismo, y con ello la posibilidad de un diálogo:
“Uno siempre a mi alrededor es demasiado” – así piensa el eremita. “Siempre uno por uno - ¡da a la larga dos!”
Yo y mí están siempre dialogando con demasiada vehemencia: ¿cómo soportarlo si no hubiese un amigo?
Para el eremita el amigo es siempre el tercero: el tercero es el corcho que impide que el diálogo de los dos se hunda en la profundidad.”
Si bien marca en principio una diferencia entre el “yo” y el “mí” (y aquí podríamos ver dos sujetos, un sujeto de lenguaje que dice “yo” y un sujeto de experiencia al que algo le acaece, “a mí”), nos interesa ver esta línea que traza con el amigo, que es éste quien hace salir de las profundidades la palabra y el diálogo, el que muestra la diferencia, el tercero.
La palabra “filosofía”, guarda para sí en su raíz a la amistad. Aristóteles lo señala al decir: “amigo de Platón, pero más amigo de la sabiduría”. Y esta amistad con la sabiduría muchas veces ha sido entendida desde una perspectiva de carencia, de falta. Deseamos aquello que no tenemos o aquello que está prohibido. Ambas respuestas, vinculadas al platonismo y el psicoanálisis, están examinadas desde el ángulo del sujeto y del objeto, desde la categoría de causalidad e implican y mantienen un dualismo en las cosas. Para Lyotard este dualismo no permite afrontar seriamente el problema. Philein, es desear, amar. Pero para Lyotard la filosofía no tiene deseos particulares (la sabiduría, el conocimiento), sino que es el deseo que tiene a la filosofía, como tiene cualquier cosa. En una conferencia dictada en la Sorbona, el filósofo dice:
“Los filósofos no inventan sus problemas, no están locos, al menos en el sentido de que hablan. Quizá lo sean –pero entonces no más que cualquiera- en el sentido de que “ça vent à travers eux” (una voluntad les traspasa) están poseídos, habitados por el sí y el no. Es el movimiento del deseo el que, una vez más, mantiene unido lo separado o separado lo unido; éste es el movimiento que atraviesa la filosofía y sólo abriéndose a él se filosofa”.
Abriéndose al deseo se filosofa, dando lugar a que acontezca el deseo, se halla la experiencia de la filosofía. Pero esta experiencia se da a partir de la separación, de la diferencia, de la novedad. La unidad tan solo se da en la separación, siempre con la mediación del uno a través del otro. Es el movimiento de lo uno que busca lo otro. Desde aquí retomamos la idea de amistad del comienzo. La amistad que nos posibilita elegir la adyacencia de alguien a través del cual nos manifestamos.
El amigo de la sabiduría puede ser pensado entonces como alguien atravesado por un querer (philein) filosofar. Abrirnos al deseo que co-habita con la filosofía, es dejar que se haga presente la fuerza del pensamiento. Dar lugar a una experiencia de pensamiento, y abrirse también a la diferencia respecto de nosotros mismos, a una transformación.
La experiencia del encuentro

“andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”
(Julio Cortázar, Rayuela)

Mencionamos una experiencia como aquel acontecimiento que interrumpe el curso “natural” de las cosas, un alto, una interpelación, una irrupción de lo inesperado, algo no previsto, que nos acontece, que nos llama a pensarlo.

El encuentro es la posibilidad de que algo aparezca ante nosotros, se nos manifieste, tengamos la fugaz posibilidad de tenerlo. Pero implica también la posibilidad de un reconocerse: verse en lo otro, buscarse en la diferencia que puede compartirse, encontrarse a sí mismo en aquello encontrado.
Creo y quiero pensar que el encuentro no es el encontrar lo que estamos buscando, ya que sería simplemente ir en busca de algo que sabemos lo que es. Me tienta más pensar la experiencia del encuentro como aquello que puede aparecer ante mí, o que puede “pasarme” sin esperarlo. Que puede modificar mi rumbo, que puede transformarme. Dos vías que se cruzan. Mirarnos y sabernos. Una oportunidad de no ser siempre sola. Recuerdo encuentros que han sido posibilitadores de otros yoes. Con amigos, intercesores, en sueños, entre yo y mí, con ideas, con palabras…

0 comentarios:

Publicar un comentario